
El Diario
Parte 1
Sobre la primera reflexión escrita
​
No es el tipo de entrada que me gustaría hacer en este diario. En realidad, creo que en ninguno. Pero es una reflexión de algo que afecta mi vida profundamente y muy a menudo. Es parte de mi proceso, y sé que en un tiempo puedo devolverme a leer esto y sentirme orgullosa porque he avanzado, porque he aprendido sobre lo que me pasa, porque he logrado convivir, aceptar y perdonar que tal vez mi cabeza y mi cuerpo funcionan de formas distintas. Y está bien. Está bien no ser como pensaba. Está bien darme cuenta de que no soy como pensaba. Está bien darme cuenta de que tal vez esto tenga o no soluciones y avance o no en el proceso. Porque muchas veces hacer lo mínimo, que es lo máximo que el cuerpo me permite, es una victoria.
​
Cada día me cuesta más concentrarme. Cada día me cuesta más acordarme de las cosas. Muchas veces la ansiedad me consume y me doy cuenta cuando la mandíbula me duele de tanto apretar mis dientes o la pierna se me entumece de tanto rebotar sobre las falanges de los dedos de mis pies.
Quiero cambiar, quiero moverme y muchas veces tengo la solución en mis manos. Es muy simple. Cualquiera lo encuentra como una actividad normal. A mí me cuesta. Me cuesta muchísimo pararme, soltar el celular, dejar de englobarme, dejar de hablar, tomar agua, ir al baño, guardar la ropa, recoger la tapa de la botella que se me cayó hace una hora y sigue en el piso. Es muy fácil. Mi cabeza me dice que lo haga, que no es difícil, que no toma tiempo, que yo puedo. Mi cabeza me dice eso y mi cabeza lo sabe. Pero mi otra cabeza le responde a la primera “Sí, pero no lo hagas ya. Hazlo después”. Mi segunda cabeza siempre gana.
​
Luego pienso en todo lo que no hice y me abruma. Me abruma, hasta el punto en el que dejo de hacer todo. Sólo existo. Me bloqueo. Busco formas de distraer mi mente para que deje de abrumarse. A veces puedo. A veces no.
Esto me pasa una vez por día –mínimo. Siempre tengo algo pendiente por hacer. Y nunca lo hago.
A veces duermo muy poco. A veces duermo mucho. Casi siempre estoy cansada. Pienso en mil cosas a la vez, pero en realidad no proceso casi ninguno de esos pensamientos. Si lo proceso me demoro horas en volver al punto que quería desarrollar. Ya pensé en otras dos mil cosas.
Siempre tengo música en mi cabeza. De cualquier tipo. De cualquier tema. La que me gusta y la que no.
Me muerdo mucho en la lengua y muchas veces aprieto mis dientes de arriba sobre mi labio inferior. Siempre estoy moviendo alguna parte de mi cuerpo. Sobre todo piernas o pies.
Respiro mucho por la boca y me doy cuenta cuando la tengo seca.
¡Dios! Lo que me cuesta rezar o meditar. Es muy difícil poner atención y concentrarme cuando estoy haciendo una sola cosa.
Leer 10 páginas me toma dos horas.
Me cuesta mucho leer un reloj análogo.
Siempre busco hacer algo que me genere placer. Casi siempre busco algún video para reírme, alguna canción para cantar o algún dulce para comer.
Interrumpo mucho a la gente cuando habla.
Sentarme a trabajar es una tortura. Me demoro horas haciendo tareas que toman minutos.
Uf, cómo me cuesta escuchar a la gente. Creo que nunca he oído el 100% de lo que una persona me ha dicho en una conversación en los 24 años que tengo de vida. Después me río, digo que sí, o hago alguna expresión facial dependiendo del tono de la charla para que piensen que les estoy siguiendo la cuerda.
​
Grito mucho, y la verdad me encanta. No siempre es a propósito, es más como un impulso, como si fuera un instinto. Y me encanta hacerlo sobre todo si son gritos agudos.
Me dicen con frecuencia que no tengo mucho filtro y que dejo que mis pensamientos intrusivos salgan por mi boca más de lo que deberían. Nunca me ha parecido una ofensa. Todo lo contrario, me causa gracia y hasta me gusta.
​
Esto me costó mucho entenderlo: A pesar de que todo lo pienso dos veces y doy 1000 vueltas, también soy muy impulsiva. Lo que más me asombra son los impulsos que nunca materializo (por obvias razones).
“¿Y si me tiro desde aquí hasta el piso? ¿Y si meto la mano a la olla? ¿Si grito? ¿Si pateo a la persona del frente? ¿Si jalo la palanca de emergencias? Todas son cosas que puedo hacer, ¿qué me frena?” Luego entro en razón, aunque en muchas ocasiones lleve a término los impulsos menos arriesgados que nada más me dejan cicatrices pequeñas, morados o quemaduras menores.
​
Por algún motivo, mi vida la vivo como si yo fuera la protagonista de un sitcom. Hablo como narrando un cuento entre cómico y melodramático. También me hablo a mí casi siempre en voz alta. Y también casi siempre me contesto. Por hora me puedo imaginar de a dos escenarios hipotéticos; no siempre fuera de lo normal, pero imaginarios al fin. A mi cabeza le gusta pensar “¿Qué pasaría si…?“. Se lo imagina todo con lujo de detalles. Pasaron 20 minutos y yo sin querer me desconecté de este plano.
Narro todo en mi cabeza. Siempre tengo una vocecita hablando por ahí y a veces no la encuentro. Me gusta.
En este preciso momento debería estar trabajando. Y todavía me falta mucho. Pero si no hacía este primer acercamiento de poner esto en palabras la idea no iba a dejar de correr por mi cabeza, hablarme al oído y tocarme el hombro.
A veces quiero entender. Todas estas cosas las escribo porque creía que eran normales, que a todo el mundo le pasaban. Después de hablar muchas veces con muchas personas me di cuenta de que no eran tan comunes como yo pensaba.
No me importa, igual. Al final sé que mi motivación principal para hablar tanta carreta es que quiero entender más.
Entender porque la realidad me asusta tanto. Porque enfrentarme al mundo real, al de todos los días, al de todas las personas, al de siempre, me cuesta tanto. Ni siquiera me pasa porque yo así lo quiero y así lo decido. Mi cuerpo y mi cabeza solo me obligan a sentirme así, y eso es lo que quiero entender.
Sí quiero entender. Y tal vez sanar.
​
Pero si hay algo que me aterra más que el no entender es que esto, de cualquier manera posible, se lleve mi vida, o peor aún, que se lleve por delante eso que llaman ‘mi esencia’.
Porque al final del día, mirando para atrás, escarbando entre los vaguísimos y muy selectivos recuerdos que guarda mi memoria, me doy cuenta de lo mucho que yo me río conmigo como compañía, y lo mucho que yo me disfruto conmigo como confidente.
Pero ojalá esto a ratos me dé tregua. Me deje vivir un poquito en paz.

Sobre la nada llena de todo
Me cuesta mucho dormir. Mi cabeza no me deja. Casi nunca deja de funcionar. Pero no es nada puntual lo que me mantiene despierta.
Es una nada llena de todo. De ruidos, voces, canciones, fragmentos, imágenes, flashes, palabras, colores, sensaciones.
​
Un pequeño resumen del día, a veces incluso de instantes de vida que inundan mi cabeza y no la dejan en paz. Incluso también de otros instantes de otras vidas, posibles e imposibles, que existieron y que no.
​
No se calla. Y no es nada del otro mundo. No es nada, pero está llena de un todo que ensordece, que ciega, que aturde, que maquina, que propulsiona.
Un todo que, a pesar de ser tan activo desde adentro, se vuelve inhibidor por fuera de mi cabeza.

Sobre la ayuda que no se puede pedir
Ahhh. Qué difícil es sentirse incomprendida. Y lo más difícil de esa incomprensión es cuando empieza por uno mismo. Es horrible intentar explicar algo y no encontrar las palabras porque ni tú terminas de entenderlo. Qué frustración tan profunda no poder meter a alguien en mi cabeza para que por su propia cuenta pueda intentar entender y de alguna manera lograr explicar lo que yo no logro siquiera terminar de agarrar.
A veces –muchas– siento que necesito ayuda, pero no sé en qué. ¿Cómo se pide ayuda cuando no sabes en qué la necesitas?
​
Ese sentimiento me inunda cuando veo que mi cama parece más un tiradero que una cama. Cuando dejo el horno prendido. Cuando pierdo mi agenda por tercera vez en el mes y no hemos llegado ni al día 15. Cuando pienso que todo eso es absolutamente corriente y normal hasta que viene alguien –casi siempre mi hermana– y me dice “Dios mío, ¿tú cómo vives, o mejor dicho, cómo sobrevives?” “¿Cómo no has matado a alguien?”
​
Igual, esa ayuda de lo externo, la ayuda que me ayuda a despejar mi cama, la ayuda que apaga el horno que dejé prendido, la ayuda que me da la mano ordenando todo mi desorden que coloniza el cuarto entero, la ayuda que busca en todos los rincones y en el caso de no tener éxito me compra una nueva agenda, siempre llega.
​
Pero la ayuda de lo que no se ve no sé ni cómo pedirla. No sé cómo pedirle a alguien que le baje el volumen a la canción que está sonando en el fondo de mi cabeza, o a la voz que está repitiendo la palabra que me pareció curiosa hace dos horas, o que le ordene a mi pie a quedarse quieto, o que obligue a mis ojos a mirar hacia adelante cuando voy manejando, o que haga que mis oídos escuchen todas y cada una de las palabras que me están diciendo en vez de quedarse colgados en esa palabra que sin querer la otra persona pronunció mal, o que obligue a parar a lo que sea que hace que mi cabeza esté propulsada como por una de esas ruedas de hamster, pero que en mi caso no sé quién la activa y la tiene dando vueltas durante los 1440 minutos que tiene el día, y no la deja en paz, y la obliga y la obliga a seguir hasta que no da más y queda como sedada, como en trance, como entumecida, como anestesiada.
​
Puedo apenas describirlo a medias, pero no puedo explicarlo. Las palabras se me traban en la punta de la lengua y las manos se me endurecen y le pegan al aire, como si él tuviera la culpa de mi incomprensión o me fuera a dar la respuesta.
​
Y aun así no logro comprenderlo. Me niego a pensar que esto no le pase a nadie más. O, mejor dicho, que no le pase a todo el mundo. Me niego a pensar que en la cabeza de la otra gente existe el silencio, existe la quietud, existe la calma, la priorización, la memoria no selectiva, la atención regulada. Me niego a pensar que la gente puede hacer más de una cosa a la vez y las puede llevar a término. Me niego a pensar que, tal vez si yo entendiera un poquito mejor, haría parte de ese grupo de gente.
Pero no soy.

El Diario
Parte 2
Sobre el descontrol
​
Voy a 100 km/h y voy sin frenos. No sé en qué momento me voy a estrellar. Tengo el control de la dirección y puedo apenas esquivar algunas cosas que se me atraviesan en el camino, pero hasta ahí llega mi incidencia de lo que pueda pasar después. Voy completamente descontrolada en velocidad, en indicadores, y en todo el resto de funciones que pueda tener.
​
El radio está a todo volumen y no lo puedo apagar, y salta de emisora en emisora, captando todas las señales y ninguna a la vez. Las luces se encienden y se apagan sin que yo mueva la perilla para activarlas. El tablero me muestra todos los íconos de los testigos encendidos, y aunque todo funciona sé que tienen fallas, lo que no sé es cuáles. Las plumillas se mueven rapidísimo y producen un ruido aturdidor que se junta con el de los millones de gotas de lluvia gruesa que pegan contra los vidrios, el techo, las puertas y el baúl. El piso está muy resbaloso y en cualquier momento voy a derrapar. Es sólo cuestión de tiempo.
​
Entre las gotas de agua que ruedan por la ventana alcanzo a ver a las personas en otros carriles. Pero ellos van bien. No se dan ni cuenta de que estoy en el limbo, de que necesito ayuda urgentemente. Y yo tampoco sé cómo pedirla.
Pero el alivio de todo esto –o quizás la condena– es que en esta escena casi atropellada no hablo de mi carro, sino de mi cabeza.​

Sobre la incomprensión
​
Me da ira pensar que me puedo estar volviendo loca. Me da ira y me causa un sentimiento de desazón insoportable. Sobre todo, porque pienso, intuyo, que me estoy volviendo loca desde hace años, desde que tengo uso de razón, pero no sé exactamente por qué.
​
Lo que más me cuesta entender es, bueno, la verdad, todo.
Es más difícil entender algo cuando ni siquiera sabes qué es ese ‘algo’.
Cuando te han hablado de ese ‘algo’, pero cada persona tiene un significado diferente.
Cuando no puedes ponerle forma o color, porque cada vez que preguntas por él te lo describen de manera distinta, entonces no sabes qué o cual ‘algo’ estás buscando.
Y resulta que después de días y meses, incluso años, estando en la búsqueda de ese ‘algo’, me di cuenta de que tenía un ‘algo’ colgándome del brazo. Y ese ‘algo’ tenía partes de otros ‘algos’ que me habían descrito antes.
​
Pero además de tener todas esas partes, esos colores y formas, tenía una particularidad muy única, muy mía.
Y ese es el ‘algo’ que me toca entender ahora. Un ‘algo’ que apenas estoy reconociendo.
​
¿Pero cómo sé que esto no es mentira? ¿Cómo sé que no me lo estoy inventando? ¿Cómo hago para saber que esto no es una exageración, consciente o inconsciente de mi parte; que yo misma no me estoy engañando y no estoy obteniendo estos resultados que son míos y que los quiero obtener, pero que por algún motivo no son los verdaderos? ¿Cómo hago para saber que no soy una impostora absoluta, independientemente del resultado que obtenga?
Uno de mis mayores problemas con este proceso es que, no importa cuántos exámenes me hagan o yo haga, no importa cuántos diagnósticos me den, siempre habrá algo en mí que me intente convencer de que la respuesta que tengo no es real sino un producto de mi imaginación o de mi manipulación.
​
Y contra eso sí no sé cómo pelear.

Sobre lo que callo a propósito
​
No me gusta hablarlo
​
“Ay no, deja de echarle la culpa a esas maricadas”. Me lo dijo mi mamá. Y yo cambié mi cara. A una cara medio retorcida que busqué esconder entre los mechones de pelo que me cuelgan a la altura de las mejillas, mientras mordía mis labios, esperando tener menos área de cara visible ante sus ojos.
Pero no me escondía porque fuera cierto eso de que justifico algunas acciones mías en ‘maricadas’ que no existen o que yo no padezco. Me escondo porque de alguna manera me siento culpable y señalada de mentirosa, de exagerada, de mediocre. Por intentar buscar una ‘salida fácil’ a los obstáculos de la vida, aunque no sea cierto. Por pensar, aunque fuera por un segundo, aun sabiendo que no es verdad, que ella tiene razón.
​
Y eso que fue una respuesta a un chiste que hice sobre padecer de TDAH. Y me di cuenta de que justamente esa es la razón por la que no quiero hablarlo.
Hablo y siento que todos me dicen mentirosa –empezando por mí– con sus palabras de aliento, con sus recomendaciones, con sus consejos y estudios y artículos y tips y diagnósticos de personas inexpertas en el tema.
Entonces es justamente por estas respuestas, que me he acostumbrado a recibir cuando siquiera se me ocurre rozar el tema, es que me da miedo hablarlo abiertamente. Sin un chiste o un ‘quizás’ de por medio.
Por eso me cuesta tanto.
​
Y por eso no me gusta hablarlo.
​
En la época en la que todos hablamos de salud mental parece que, incluso quienes están de acuerdo con tener conversaciones al respecto, igual siguen tildando –aunque tácita y también inconscientemente– de mentirosos, vagos, perezosos, distraídos, etc. a quienes intentan musitar palabra sobre lo que ocurre –o no– en su cabeza.
Y tal vez lo que me parece más triste de todo el caso es que sé que todo lo que me ha dicho mi mamá con respecto al tema no me lo dice de mala o con la intención de herirme, sino todo lo contrario. Su objetivo es buscar una forma, desde ese amor particular que es medio tosco en el mejor de los sentidos, de mostrarme que no hay obstáculo que no pueda ser superado; que nada me retrasa ni me detiene, y que las únicas limitaciones que siento me las pongo yo misma, en mi cabeza, por convicción propia.
​
Hasta cierto punto entiendo e incluso comparto su intención. Hasta pienso que de alguna manera tiene razón. Pero los mismos obstáculos que tiene la vida para todos a veces son más difíciles de superar para algunos que para otros. Que no es solo una cuestión de querer para poder; a veces se necesita un poquito más que eso. Y hay personas a las que ese poquito no les cuesta nada, mientras hay otras a las que les cuesta casi que la vida.
Y también tengo claro que no es posible catalogar todas las acciones u omisiones como un rasgo característico de algún trastorno o desorden mental porque en ese caso se cae en el tan común error de ampliar tanto el concepto, y volverlo tan permisivo, que abarca cuestiones que sí son comunes, que verdaderamente no son problemas, que no interfieren con el desarrollo de una persona. Y es ahí donde se empiezan a desdibujar el verdadero significado y sentido que de alguna manera solo pueden comprender quienes realmente tienen una cercanía absoluta con el trastorno o quienes realmente lo padecen.
​
Y por eso no me gusta hablarlo.
​
Por casi doce años me olvidé por completo de un diagnóstico inicial que me dieron en el colegio. En realidad la vida no se ve T A N distinta ni T A N tortuosa con déficit de atención. Creo.
​
El punto es que hablar de eso es un martirio. Porque implica ser completamente vulnerable, cosa que me prohibí casi por la misma cantidad de tiempo.
Y cómo cuesta ser vulnerable. Por más transparente, por más extrovertido, por más sensible que uno sea, ser vulnerable implica tener la certeza de que al bajar la guardia algo va a herirte.
​
Siempre implica una desnudez e indefensión tan rendidos a una merced ajena a la propia. Por eso es tan temida, tan evitada. Ser vulnerable es quizás el acto de valentía más grande que puede tener una persona.
Por eso es tan fácil y cómodo ser cobarde.
​
Esa vulnerabilidad es estar abierto a que mil y una cosas te atraviesen, te golpeen, te corten, te espichen, te atropellen, te necrosen, te desangren. Es estar abierto a que el resto del universo se pueda venir en contra de uno y estar dispuesto a que pase. Es estar abierto a la certeza de que es inevitable abrir y cerrar heridas, y peor aún, estar involucrado en ese proceso de abrir las heridas que después hay que suturar. Es estar abierto a darse cuenta de que, en muchos casos, el primer y peor verdugo, es uno mismo.
​
Y por eso no me gusta hablarlo.
​​​
*Sobre lo que quiero decirle a mi mamá
​
Ma, primero que todo y por encima de todo, te amo.
​
Gracias por intentar entenderme, aunque falles en el intento. Gracias por estar dispuesta a oír todas las explicaciones que he recopilado durante varios años para acercarte a la respuesta de una pregunta sobre la cual no quieres ni saber. Gracias por darme la mano para atravesar un camino que desde el principio no querías que yo recorriera. Gracias por ponerte en la tarea de leer sobre cosas en las que no crees mucho, o con las que no estás de acuerdo para poderme dar un poquito de paz. Gracias por intentar negarme esta condición a regañadientes, porque eso mismo me hizo buscar más datos con qué pelearte de vuelta. Gracias por decirme más de una vez que este trastorno y mi relación con él no son más que inventos, porque me sirvió para tomar el paso de pedir mi primera cita con la psiquiatra para encontrar, tal vez el consuelo, que en ese momento no encontré en ti. Gracias por decirme, con lágrimas en los ojos y la voz cortada, que no entendías nada y que tu negación quizás se debía a tus ganas de protegerme de todo mal y peligro. Gracias por ayudarme después a pagar las citas a la psiquiatra, la cual crees que no me va a arreglar todo en la vida. Gracias porque, a pesar de todo, no importa cuán en desacuerdo estés, o lo poco que te convenzan las respuestas que te he dado, estás dispuesta a ir en contra de todo lo tuyo por todo lo mío.
​
Y gracias por abrirte, aunque fuera por solo un instante, a la idea de que tú también puedes haber durado toda una vida con este trastorno de la mano. Gracias por poner todos tus esfuerzos en creerme, incluso cuando no lo haces.
​
Y te doy las gracias porque sé que esta también es tu primera vez en la vida, tu primera vez en el mundo, tu primera vez existiendo, tu primera vez siendo mamá, y tu primera vez enfrentándote a lo desconocido de un trastorno que probablemente le está haciendo daño a ‘tu chiquita’, a la que no quieres que le duela ni una uña.

El Diario
Parte 3
Sobre el redescubrimiento en proceso
​
Me quedé fría, tiesa, cuando vi ese cuestionario en la pantalla de mi celular. En el momento que llevaba años esperando, y el mismo momento que llevaba toda mi vida evitando.
​
‘Características clínicas y sociodemográficas del TDAH del adulto’.
¿Y ahora qué hago?
Hace cuatro años, por la época de la pandemia, volvió a mi muy ineficiente y selectiva memoria el momento en el que la psicóloga del colegio me dio un diagnóstico por TDAH. Un diagnóstico que, de manera inocente y bien intencionada decidimos ignorar.
​
“A Laura le va bien en el colegio, tiene buenas notas y es disciplinada con su estudio. Su único problema es que no se queda ni callada, ni quieta y en clase hay que separarla de sus compañeras para evitar que hable tanto”: Vago parafraseo de lo que dijo la psicóloga del colegio en ese entonces, porque evidentemente no me acuerdo palabra por palabra de algo que dijo hace 16 años.
El punto es que decidimos omitir ese diagnóstico porque lo ‘primordial’ no tenía problemas, estaba cubierto. Las notas eran buenas ergo mi cabeza funcionaba de maravilla.
​
Esa omisión fue para liberarme de algunos límites que suelen venir de la mano con los diagnósticos y las etiquetas que estos trastornos suponen. No nos culpo, porque sé que fue con las intenciones más pujantes y sinceras. Pero a veces me arrepiento de no haberlo tenido más presente.
​
Como con todas las cosas que a veces estorban pero no se pueden desechar, descartamos ese diagnóstico y lo dejamos olvidado en el baúl de los recuerdos que a veces regresan a atormentar el presente.Y para la época en la que al planeta entero le costaba concentrarse a mí se me volvió una tarea titánica, imposible. Pero yo creí que era algo normal, nada grave. Eso hasta que todo el mundo se acomodó o volvió a la normalidad menos yo. Y no sólo no regresé al punto en el que estaba antes, sino que empeoré. Ya no me acordaba cómo era que funcionaba la vida por fuera de mi cama, mi ducha y mi página de ‘Para ti’ de TikTok.
Y fue entonces cuando me empezó a caer la ficha. Esa que metimos en el baúl hace años.
​
Desde entonces he durado meses y años sospechando padecer de un trastorno que siento que me habla al oído todos los días, todo el día. E incluso con un diagnóstico añejo de por medio, aún me cuesta aceptarlo.
Cuando volví a familiarizarme con el término ‘déficit de atención’, gracias a mis ineficientes pero intuitivas neuronas, lo investigaba y lo comparaba. Intentaba yo solita evaluar mi mente, y no importa cuánto se pareciera mi autodiagnóstico a los que encontraba en páginas de psiquiatría, no importa que hace unos *varios* años me hubieran dado un diagnóstico positivo para TDAH –preliminar, claramente– para mí no era suficiente. No era real.
​
¿Por qué sería real y no un producto de mi imaginación?
Esto puede ser muy subjetivo, porque a todos nos pasan esas cosas.
A todos se nos olvidan algunas reuniones o citas, a todos se nos ha quedado la plancha del pelo prendida, a todos nos ha costado concentrarnos mientras la persona que nos gusta nos cuenta sobre su viaje por Suramérica, a todos nos ha costado hacer una operación matemática de división básica o escribir la otra mitad de una oración simple, a todos nos cuesta poner cuidado en misa de 12:00 o enfocarnos en un ejercicio de meditación que dura siete minutos, a todos nos han corregido una, dos y cinco veces el mismo error y lo volvemos a cometer.
​
Y después de buscar y autodiagnosticarme me daba rabia, me sentía sucia. Me moría de la vergüenza y siempre lo hacía al escondido y sin contarle a nadie. Como si querer respuestas fuera algo malo. Y como si encontrarlas con lo que apenas tenía a la mano fuera peor.
​
Y en parte me sentía mal porque varias veces y distintas personas me decían que “eso no existe”, que “eso son maricadas”, que “son inventos que intentan meterte la cabeza”.
​
Y me sentía mal porque, al final, incluso cuando yo sospechaba otra cosa, mi lógica me decía que esas palabras eran más verídicas que cualquier otra cosa que yo pensara, buscara y encontrara por mis propios e inexpertos medios.
Al sol de hoy todavía no tengo un diagnóstico concreto, pero sí tengo un cuestionario que me da y me puede dar las respuestas que tanto me da miedo buscar y más me aterraba encontrar.
​
¿Pero entonces por qué me aterra tanto? ¿Por qué me causa tanto temor ver las casillas de las preguntas del cuestionario que dicen ‘con frecuencia’ y ‘muy frecuentemente’ llenas de ‘X’ si al final este es el tipo de respuestas que yo misma me obligué a buscar porque quería encontrar?
​
Después de tanto tiempo, de tantos años de dudar y buscar la fuerza que me diera el envión para poder enfrentarme a mí misma me quedé congelada viendo cómo, según este cuestionario, era candidata más que posible para padecer del trastorno.
​
En caso de que yo llegara a tener un diagnóstico positivo, me pongo a pensar eso en qué me afectaría. Más allá del trastorno como tal, cómo me afectaría la aceptación y materialización de lo que por mucho tiempo fue una hipótesis. Podría decir que es algo que no me da pena tener, pero estaría mintiendo. El trastorno como tal no me avergüenza (o me avergonzaría). Hay muchas cosas atadas al tabú de las condiciones y trastornos mentales, y con este trastorno en particular, que a mí no me podrían importar menos. Pero sí me da mucho miedo que no me crean. Me aterra que una vez que pueda ponerle nombre a las causas de esta conducta atropellada que tengo los demás piensen que estoy refugiándome en excusas para hacer o no hacer las cosas de la manera en que las hago. Que no lo vean como una explicación que tiene causas y consecuencias y alteraciones más complejas de lo que incluso se ha podido estudiar, sino como una justificación tramposa. Y me aterra porque siempre soy yo la primera en pensarlo sobre mí misma y sobre los demás cuando dicen que también tienen TDAH.
​
De pronto, también, porque la verdad no ofende, pero a menudo duele. De pronto porque es una verdad que implica una serie de incomodidades incluso mayores a las que supone el tener un trastorno no tratado o no diagnosticado. De pronto porque es una verdad que, una vez aceptada, me arrastra de los pelos y me lleva al estado del cambio, de lo nuevo y desconocido; el que a veces anhelo, pero el que más pavor me genera. De pronto porque es una verdad que me obliga a conversar con la parte de mí que, sin querer, me obligaron y sobre todo me obligué a silenciar. De pronto porque es una verdad que me prende la luz en el cuarto oscuro en el que ya me había acomodado a vivir, y me fuerza a ver todas las manchas y grietas que tiene, después de haberle contado a todo el mundo y haberme convencido a mí misma de que era un espacio impoluto, deslumbrante, casi inmaculado.
​
De pronto porque es una verdad que de cualquier manera sé que me va a decir lo que más detesto oír: “estabas equivocada”.

Sobre los retrocesos del proceso
​
No puedo evitar las lágrimas.
Estoy llena de frustración en este momento, llena de ira. Tengo mucha rabia conmigo. No puedo hacer nada. No importa cuánto quiera hacerlo, me cuesta muchísimo lograr diez minutos de concentración para hacer este reportaje que tanto necesito. Me da ira no poder escribir nada. Me da ira sentir que mi cabeza está toda cubierta de una niebla densa que no deja escapar ni un solo pensamiento útil. Me da ira que no soporto la textura de estas medias contra la piel de mis pies en este momento. Me da ira el pitido de mi oído derecho de este momento. Me da ira que para saber de qué lado tenía el pitido me tocó alzar las manos al nivel de mi cara para hacer una ‘L’ con cada mano y así saber cuál es la izquierda y cuál es la derecha porque aún con 24 años sigo sin poder diferenciar cual es cual de manera automática como sí lo logran la mayoría de personas que tienen más de nueve años. Me da ira que en los últimos años he tenido que reaprender a leer un reloj análogo tres veces. Me da ira desviarme del hilo de pensamiento que estaba llevando antes de entrar a la conversación sobre la derecha y la izquierda, y que ya no me acuerdo qué más de todo este universo familiar pero incomprensible me da ira.
​
Me da ira que no soporto mis retenedores en los dientes. No porque me aprieten o me incomoden sino porque están, porque existen y lo siento en mi boca. Me da ira que incluso en comidas formales me siento en la silla con malas posturas y quedo como una maleducada. Me da ira sentirme tan inútil a veces. Varias veces. Me da ira que pasen los días y no logro hacer nada distinto a bañarme, tender la cama, comer y volver a dormir. Me da ira no saber en qué pierdo ese tiempo en el que no estoy produciendo absolutamente nada y tampoco estoy en el celular. Solo estoy en la vida como gastando aire. Me da ira ver que mi hermana hace las cosas tres veces más rápido que yo. Me da ira que no sé apagar el horno y por poquito lo dejo prendido toda la noche poniendo en peligro a la casa entera. Me da ira hacer cronogramas, llevar agendas, poner recordatorios y aun así llegar tarde u olvidar hacer las cosas porque también olvidé mirarlos u olvidé donde los dejé. Me da ira que la gente me mira mal cuando les pido que me repitan lo que acaban de decir. Me da ira ordenar mi cuarto en la mañana y que en la noche ya esté completamente desordenado sin saber cómo hice para acumular tanto desorden en unas horas o cómo llegó hasta ahí. Me da ira no tomarme los remedios porque se me olvida, incluso cuando les tengo alarma o un dolor que me recuerda que hay soluciones. Me da ira que cualquier cancioncita se me queda estancada en la cabeza y la única forma de callarla es con otra cancioncita, pero las cancioncitas nunca se acaban, incluso cuando no tengo ganas de oír música.
​
Me da ira y me llena de dolor pensar que soy una mentirosa. Que engaño a todo el mundo diciéndoles que tengo un trastorno por déficit de atención e hiperactividad basado en un diagnóstico que me dio la psicóloga del colegio cuando yo apenas tenía ocho años, y se basó en que yo era inquieta y hablaba mucho con mis compañeras, y que a veces tenían que separarme de ellas para no distraerlas; pero que más allá de eso no tengo un diagnóstico real de un psiquiatra que pueda respaldar estas pseudoverdades o pseudomentiras que le cuento a algunas personas.
​
Que de alguna manera me estoy refugiando en un diagnóstico de hace 16 años para justificar que soy olvidadiza, que soy torpe, que soy despistada, que tal vez no soy tan inteligente como yo creía y como muchas personas me habían dicho, que pierdo las cosas, que no me fijo, que soy perezosa, que no pongo suficiente atención, que hablo de día y de noche y que sigo hablando aun cuando me piden que me calle, que me muevo mucho de manera involuntaria y a la gente de alrededor le molesta. Que muchas veces soy insoportable y no me lo dicen por decencia o pesar. Y que al final todo esto lo estoy exagerando. Porque al final ¿a quién no le pasa?
​
Pero más me llena, no de ira, sino de dolor, pensar que quiero una respuesta pero me avergüenzo cada vez que la quiero buscar. Como si estuviera buscando estar enferma, o quisiera estar condenada por un trastorno. Como si lo estuviera llamando, casi anhelando, en vez de tener el coraje y la gallardía de enfrentar todas esas cosas que me frenan y poner un poco de mi parte para cambiar; incluso después de haber intentado y fracasado todas y cada una de las veces.
​
Y me llena de dolor y rabia estar cerca de dar un paso para acercarme a esa respuesta y pensar que todo lo estoy haciendo para no hacerme cargo de lo que me pasa, porque son bobadas, inventos. Que simplemente es parte de mi personalidad y yo debería ponerle un poquito más de ganas. Que soy negativa y pienso en lo malo, en tener algún tipo de obstáculo en vez de ver lo positivo, en echarme a la pena y en querer que las personas me den las respuestas de todo lo que no entiendo, o pretendo no entender, en vez de buscar yo misma las soluciones.
​
Porque al final, no importa si tengo o no un diagnóstico. No importa cuantas veces haya hablado con mi psiquiatra intentando abordar el tema y cuántas veces hayamos repasado mis síntomas que encajan muy bien con la descripción de este trastorno; al final siempre pienso que soy una excelente actriz, una perfecta impostora capaz de engañar incluso a quienes estudian las mentes, capaz de exagerar todo lo que me pasa para lograr que incluso mi propia cabeza, por un rato, piense que sí funciona diferente.

Sobre todo el perdón que tengo pendiente
​
A ti, que estás leyendo esto, y que llegaste hasta acá, perdón por tirarte encima 24 años de vida, de los cuales 16 fueron olvido absoluto, 4 fueron de dudas existenciales y clandestinas que generaban sentimiento de culpa, y apenas 1 ha sido de una búsqueda del tesoro sin saber exactamente qué marca la ‘X’.
​
A mis papás, perdón por perder tantas cosas que me compraron desde que era chiquita, perdón por quemar tanta comida, perdón por romper o dañar cosas de la casa (muchas de las cuales todavía no saben). Perdón por no avisarles que llegué, o por avisarles tarde. Perdón por no contestarles las llamadas y por quedarme sin pila en el celular cuando específicamente me pidieron que no me quedara incomunicada. Perdón por olvidarme de los favores que me piden y nunca les hago. Perdón por perderme tantas veces en ciudades extrañas, y también en la propia, y dejarlos con el corazón en la boca. Perdón por ser tan atacada y pelearle a los ladrones cuando claramente me han dicho que entregue todo sin protestar cuando mi vida corre peligro. Perdón por ser absolutamente dependiente de ustedes y sentir que por fuera de su cuidado no sobrevivo. Perdón por callarme por tanto tiempo y decirles “estoy bien” cuando no lo estaba y ustedes lo sabían.
​
A mi hermana, perdón por tenerte de pañuelo de lágrimas. Perdón por dejar desórdenes por toda la casa y en especial por todo el cuarto (que compartimos) cuando sé lo mucho que a ti te importa el orden. Perdón por dejar la luz del cuarto prendida hasta altas horas de la noche porque no soy capaz de hacer todo lo que se supone que debo hacer durante el día. Perdón por no ponerte atención cuando hablas y por hacer que tengas que parar la historia y contarla nuevamente desde el principio. Perdón por interrumpirte cuando estás hablando y terminar los cuentos que tú quieres contar. Perdón por comerme el tarro completo de tu postre cuando me dijiste que apenas podía comer un poco. Perdón porque, a pesar de ser tres años mayor que tú, te has tenido que encargar de mí cuando mis papás no están, porque actúas como si la mayor de las dos fueras tú, y porque has tenido que ser madura por ti y por mí.
​
A mi novio, perdón por dejar tus mensajes leídos y sin respuesta. Perdón por muchas veces no ser tan expresiva como usualmente soy y hacerte pensar que el del problema eres tú. Perdón por pelearte cada vez que algún inconveniente menor me ocurre. Perdón por dejarte solo a ti la responsabilidad de planear todo lo que hacemos juntos. Perdón por olvidar todas las citas que tenemos pendientes. Perdón por olvidar la fecha de nuestro aniversario. Perdón por hacerte contarme por tercera vez aquello que me dijiste por videollamada y por no ponerte atención por tercera vez. Perdón por hacerte repetir el nombre de tu amigo que me has presentado cinco veces. Perdón por poner a prueba tu paciencia con tanta frecuencia. Perdón por ser tan reacia y tenerle tanto miedo al compromiso y que seas tú el primero que tiene que acompañarme en el proceso de perder esa ridícula fobia.
​
A mis amigas y amigos, y de manera personal, perdón por nunca contestar tus mensajes y dejar la conversación a medias desde hace un mes. Perdón por olvidarme de las invitaciones que me haces y los planes que cuadramos. Perdón por hablarte y después no poner atención a lo que me contestas. Perdón por interrumpirte cuando estás hablando. Perdón por ser imprudente y sin querer contar esa anécdota prohibida al frente de tus papás. Perdón por desaparecerme cuando salimos de fiesta. Perdón por decirte que sí iba a ir a tu cumpleaños pero al final faltar porque me olvidé de terminar un trabajo que tenía fecha de entrega y se me pasó. Y perdón por darte tu regalo de cumpleaños un mes después. Perdón por llegar tan tarde siempre, por hacerte esperar solo/a en la mesa del restaurante o por llegar a la reunión cuando hay gente que ya está yéndose. Perdón por decirte que estoy a 5 minutos cuando en realidad no he salido de mi casa. Perdón por regarte mi jugo encima. Perdón por contarte sobre diez cosas diferentes y no contestar la pregunta inicial que me hiciste. Perdón porque a veces se me olvida preguntarte cómo estás, pero sí me importa. Perdón porque a veces se me olvida decirte cuánto te quiero y lo importante que eres para mí.
​
A mis profesores, jefes y compañeros de trabajo (pasados, presentes y futuros), perdón por decirte que te voy a entregar las cosas el martes y te las entrego el jueves. Perdón por cometer nuevamente el error que me dijiste que corrigiera. Perdón por mandarte correos a las 2 de la mañana. Perdón por no ver los comentarios que hiciste sobre el documento. Perdón por hacer las cosas a último momento (aunque no te hayas dado cuenta). Perdón por olvidar contestar tus correos. Perdón por hacerte perder el tiempo tantas veces.
​
Y a ti, Lalita. A ti te pido perdón por ser tan dura contigo. Perdón por obligarte a inhibir tantos sentimientos. Perdón por hacerte sentir débil cuando estás triste y por hacerte sentir ridícula cuando estás contenta. Perdón por obligarte a esconderte cuando no puedes contener el llanto y por obligarte a bajarle a los decibeles de tu risa. Perdón por someterte a tanto sufrimiento innecesario. Perdón por hacerte pensar que estaba mal ser tan feliz cuando es lo único que siempre has querido ser. Perdón por no escucharte cuando a gritos me pedías ayuda. Perdón por hacerte las cosas más difíciles de lo que son. Perdón por meterte tantos miedos en la cabeza y haber hecho que te pierdas de experimentar muchas cosas que querías o necesitabas vivir. Perdón por hacerte buscar refugio en vez de ayudarte a ser valiente. Perdón por hacerte pensar que lo peor que puedes hacer en la vida es ser vulnerable, incluso contigo misma, cuando en realidad a veces es lo que más necesitas.
​
Perdón por ponerte en peligro tantas veces y hacerte creer que nada fue tan grave. Perdón por decirte que eres tonta, bruta, perezosa, torpe e incapaz con tanta frecuencia. Perdón por hacerte pensar que el cambio no es bueno. Perdón por olvidarme de ti durante tanto tiempo, por olvidarme de tus deseos y necesidades y enfocarme en tus deberes, y en exigir su cumplimiento a costa de todo. Perdón por haber puesto tu tranquilidad y felicidad en segundo plano durante tanto tiempo. Perdón por no saber cómo ser responsable y culparte porque tú tampoco lo sabes. Perdón por no creerte, por dudar de ti todo el tiempo. Perdón por sabotearte tantas, pero tantas cosas. Perdón por obligarte a buscar ayuda por fuera. Perdón por incumplirte tantos planes, tantas promesas.
​
Perdón por hacer que crecer duela tanto. Perdón por haberte soltado la mano hace tanto tiempo, cuando era lo único que necesitabas. Perdón por dejar que el tiempo se me escurriera entre los dedos y sentir que ha pasado una vida entera desde la última vez que realmente fuiste tú misma sin sentir culpa o vergüenza. Perdón por hacerte sentir como si te hubiera perdido para siempre. Y perdón por demorarme tanto tiempo en pedirte perdón. Y en concedértelo.
